Por Jaime N. Alvarado García
“Como nos cambia la vida/ tomá esa foto, mirá” –entonaba
Carlos Dante. El tema me vino a la memoria luego de ver a un personero de una
empresa privada que se quejaba porque en Antofagasta “los pollos y los huevos
tienen sabor a pescado”. Lo conocí cuando llegó a la ciudad, el año 1978.
Joven, esmirriado, escaso de recursos, pero empeñoso y estudioso.
En aquellos años engullía pollos, huevos,
jurel tipo salmón y hasta desayunaba con pancito frío que tostaba con unción. Bebía
jugos en bolsa, de esos que se preparan “con agüita de la llave”. Sus
afanes se fueron concretando, paso a paso, hasta que tuve el privilegio de verle en un diario, recibiendo un título universitario. Supuse –sin equivocarme- que cambiaría su vida.
afanes se fueron concretando, paso a paso, hasta que tuve el privilegio de verle en un diario, recibiendo un título universitario. Supuse –sin equivocarme- que cambiaría su vida.
Pasado el tiempo, lo vi en páginas de Vida
Social, compartiendo con ejecutivos, autoridades comunales, alternando con las
cúpulas, confirmando mis supuestos: “el hombre comenzaba a desenvolverse a otro
nivel”. Pude –recién- valorar sus empeños, que le habían permitido elevar el
rango de sus contactos y su ámbito social. Pero tenía una espinita clavada en
mi mente: “se ha olvidado de su pasado, talvez ensimismado en su futuro” –dije.
No me equivoqué. Lo vi en un balneario,
conduciendo una “four track”, llevando dos niños a la grupa. Pese a mi amistoso
gesto de saludo, no me reconoció. Hasta que su moto se descompuso. Se acercó
para pedir ayuda y me saludó como a un extraño. Al recordarle que le conocía
por más de treinta años, se apresuró en contarme que cambiaría de residencia, se
iría a Santiago. Dio como argumentos la calidad de vida de la ciudad, la falta
de buenos colegios, los tacos en las calles y la carestía.
Pero, me quedó dando vueltas una de las
últimas razones que esgrimió para su traslado a la capital. “En esta ciudad,
los pollos y los huevos tienen sabor a pescado”- dijo. Recordé que cuando joven
los engullía “sin chistar”.
Volvió
el tango a mi memoria. Lo escuché clarito: ¡Como
nos cambia la vida!
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