Por Jaime N. Alvarado García
Hace muchos años que no se escucha el golpe de las herraduras sobre el asfalto de las calles antofagastinas. Por allá por los años 70, todavía quedaba un par de victorias, pero sus servicios estaban destinados a situaciones muy especiales. Hubo un intento de hacerlas volver –en la década del 90- pero por esas cosas de siempre, el afán fue efímero. Solo queda el eco de los cascos, traqueteando sobre los adoquines y el rechinar de sus ejes y llantas engomadas, suavizando la marcha del carruaje.
Hubo coches construidos en Inglaterra y otros en Bélgica, o en Francia. Los repuestos eran confeccionados aquí. Los herreros tenían mucho trabajo con las reparaciones y las fraguas -a fuelle y carbón coque- templaban los aceros para las piezas necesarias. Precursores del taxi, los coches también tenían paraderos, donde aguardaban la llegada de los clientes.
Algunos de los pioneros fueron Anatolio Pardo, (abuelo del periodista Mario Requena); Juan Solís, Manuel Astudillo, Severo Oliva; César Acosta, (apodado “El Cometa”). Muchos tenían sus corrales en la población Oriente, por disposición sanitaria. Luis Gaete Letelier, pionero transportista local, tenía un par de golondrinas tiradas por mulas. Con ellas comenzó su crecimiento empresarial.
Raimundo Aróstica fue uno de los últimos cocheros. Y fue también quien llevó las riendas de la última carroza mortuoria tirada por caballos. El “corralón” estaba en Chuquisaca, entre Condell y Latorre. Allí se guardaban y se reparaban coches y
carrozas. Hubo otras victorias que replegaban sus capotas –todas de cuero negro- y eran colmadas de flores, integrándose también al cortejo fúnebre. Detrás de los carruajes, los deudos marchaban de a pie, con la vista al suelo en señal de recogimiento (y para esquivar las inoportunas y abundantes heces de los jumentos que les antecedían).
Los coches o victorias prestaban un servicio pleno de especiales perfiles, curiosidades y anécdotas a raudales. Sucumbieron, avasallados por los vehículos con motor.
¡Huasca atrás…! Era el grito que ponía en alerta a los cocheros, quienes daban latigazos por encima de la capota para corretear a los chiquillos que se colgaban en la parte posterior de los carruajes. Latigazos que alguna vez llegaron a doloroso destino.
Esas victorias quedaron en el ayer. El dolor de algún latigazo, también.
Hace muchos años que no se escucha el golpe de las herraduras sobre el asfalto de las calles antofagastinas. Por allá por los años 70, todavía quedaba un par de victorias, pero sus servicios estaban destinados a situaciones muy especiales. Hubo un intento de hacerlas volver –en la década del 90- pero por esas cosas de siempre, el afán fue efímero. Solo queda el eco de los cascos, traqueteando sobre los adoquines y el rechinar de sus ejes y llantas engomadas, suavizando la marcha del carruaje.
Hubo coches construidos en Inglaterra y otros en Bélgica, o en Francia. Los repuestos eran confeccionados aquí. Los herreros tenían mucho trabajo con las reparaciones y las fraguas -a fuelle y carbón coque- templaban los aceros para las piezas necesarias. Precursores del taxi, los coches también tenían paraderos, donde aguardaban la llegada de los clientes.
Algunos de los pioneros fueron Anatolio Pardo, (abuelo del periodista Mario Requena); Juan Solís, Manuel Astudillo, Severo Oliva; César Acosta, (apodado “El Cometa”). Muchos tenían sus corrales en la población Oriente, por disposición sanitaria. Luis Gaete Letelier, pionero transportista local, tenía un par de golondrinas tiradas por mulas. Con ellas comenzó su crecimiento empresarial.
Raimundo Aróstica fue uno de los últimos cocheros. Y fue también quien llevó las riendas de la última carroza mortuoria tirada por caballos. El “corralón” estaba en Chuquisaca, entre Condell y Latorre. Allí se guardaban y se reparaban coches y
carrozas. Hubo otras victorias que replegaban sus capotas –todas de cuero negro- y eran colmadas de flores, integrándose también al cortejo fúnebre. Detrás de los carruajes, los deudos marchaban de a pie, con la vista al suelo en señal de recogimiento (y para esquivar las inoportunas y abundantes heces de los jumentos que les antecedían).
Los coches o victorias prestaban un servicio pleno de especiales perfiles, curiosidades y anécdotas a raudales. Sucumbieron, avasallados por los vehículos con motor.
¡Huasca atrás…! Era el grito que ponía en alerta a los cocheros, quienes daban latigazos por encima de la capota para corretear a los chiquillos que se colgaban en la parte posterior de los carruajes. Latigazos que alguna vez llegaron a doloroso destino.
Esas victorias quedaron en el ayer. El dolor de algún latigazo, también.
1 comentario:
Mi padre habia nacido a principios de 1900, y contaba las historias de los cocheros,su hermano fue cochero en copiapo,todas estas historias las vine a vivir subiendome en un coche hace poco tiempo en viña del mar, fue muy hermoso y nostalgico. bellos tiempos.
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