Por Antonia Paz Hernández
El enclaustramiento durante los turnos, con el aburrimiento y la rutina a cuestas, podría ser demoledor para los trabajadores de las minas. Pero como antes, en cualquier lugar limitado por las circunstancias, el bufón salva los obstáculos y emerge la terapéutica de la risa como resistencia. Encierro, perversión, solidaridad o las simples ganas de pasarlo bien son los ingredientes que los mineros manipulan, a veces como malabaristas, para equilibrar emocionalmente su paso por la faena.
Jorge Pérez no estuvo ajeno a la regla y del mismo modo no tendría porqué comprender esta dinámica cuando sus compañeros de turno lo ridiculizaban por su excesiva vanidad. En efecto, que un hombre sea vanidoso en un mundo de machos como lo es el de la minería, es casi un regalo para que los creativos pueblen sus mentes y memorias –ambas atosigadas por el paso idéntico de la operación en el trabajo diario- con bromas que el resto agradece y estimula, haciéndolas crecer exponencialmente según la rabia que causen en el imputado o las risas que squen en el resto del turno.
Jorge Pérez primero fue Jonnhy Bravo. A él nunca le pareció buena esa comparación. En la serie de tv Jonnhy Bravo jamás consigue una mina, a Jorge Pérez le llovían, aunque ninguna lo saciara. Sin embargo existen algunas similitudes. Tiene 33
años, contextura atlética, 1.80 de altura. Siempre se mira en el espejo y arregla su pelo castaño claro antes de salir a su turno en la minera Radomiro Tomic. A pesar de todo, su actitud –afeminada según la percepción mayoritaria de sus compañeros- se convirtió en plus cuando irrumpió la teoría del metrosexual, justificándolo ante los chistes que le tiraban por intercom durante la faena.
Jorge Pérez tampoco tenía porqué conocer que las escalas para medir son relativas, como casi todo. Y menos aún que esta concepción ganaría una importancia fundamental en el próximo y definitivo sobrenombre que se iba a ganar.
En el turno B hay 19 trabajadores. Dos mujeres -Rocío y Gabriela- y 17 hombres. De las mujeres sólo Rocío está casada. La dudosa certeza de que Rocío esté “ocupada” hizo de Gabriela una privilegiada en un mundo gobernado por la testosterona. La mayoría, casados o no, mosqueaban a Gabriela cuando podían. En la escala de medición de popularidad, y sin competencia, Gabriela estaba en la cima. Donde su capricho ponía el ojo, ahí estaba la bala.
Nadie tiene idea cómo Jorge Pérez pudo fijarse en Gabriela. Ella es baja, no es fea, pero tampoco una lumbrera. Al decir de la mayoría, al comienzo Jorge Pérez le tomó asunto porque sentía que era una chica “simpática”, nada más. Él se enfocaba en su trabajo, en el gimnasio durante las horas libres, o en el carrete y las pololas cuando bajaba a la ciudad. Otros aseguran que justamente esa simpatía integrada en algunas conversaciones vanas y cortas, se transformó en horas de palabreos en los espacios de colación. Después, a la salida del turno o bajando en el bus que los llevaba de regreso a Calama, en animadas discusiones de todo tipo, en referencias personales, en historias de vida. En algún momento la banalidad dio paso a la intimidad. De ahí en adelante la pelota quedó boteando.
La mayoría del turno confiesa que fue Martínez el primero que pronunció la chapa en una fría noche de invierno. “Hombre 10, me copia”. Rojas respondió: “¿Qué…?” “Pérez, contesta, Hombre 10, me copia”, continuó Martínez. Escudero se percató en seguida de la broma y siguió la rueda. “Ya pues Pérez, contesta, Hombre 10, contesta”. Jorge Pérez al escuchar el palabreo sonrió, tal como lo hicieron casi todos en el turno. Asumió que, aunque de todas maneras era una forma burlona de interpretar su dedicación personal, por lo menos era un acierto porque se sabía el más torneado del turno. Las chicas de Sodexho lo piropeaban en el casino cuando iba a colación. Las secretarias de las oficinas administrativas lo atendían mejor que nadie cuando hacía algún trámite dentro de la minera. Sí, Jorge Pérez supuso que el sobrenombre le hacía justicia. Y respondió: “te copio Martínez, qué quieres”.
Desde ese momento Jorge Pérez pasó a ser sin discusión “El Hombre 10” del turno B. Paseaba feliz de la mano con Gabriela. Se sentaban juntos en el casino, veían las noticias en la sala de estar de vez en cuando o jugaban pool en el pub del campamento. Se besaban amorosamente. “Y cómo va Hombre 10”, le decía uno. “Y que cuenta “Hombre 10”, sugería otro. Gabriela siempre sonreía nerviosamente. Parecía que cada vez que pronunciaban el sobrenombre ella apretaba la mano de su amante. Jorge Pérez concluía que ella estaba orgullosa de él. Y en cierto modo era así. Jorge Pérez se convirtió en su refugio, un refugio amado. Ya no era la hembra alfa que elegía a su presa en los desfiladeros de descarga de los camiones. No era el fantasma que ingresaba a los cuartos que elegía para poseer el alma de un macho moribundo. Se había cansado de salir de las piezas de los hombres del turno o de transar un coito express en algún lugar desierto de la minera. Había encontrado su osito de peluche perdido. La perspectiva de verse sumergida para siempre en esa ensoñación la hacía poner todas sus fuerzas en mantener la mirada de Jorge Pérez en su mirada. Y lo hacía bien. Nada se le escapaba. Cuando Rojas intentaba conversar con ellos, pronunciando “Hombre 10” mientras reía mirándola a ella, Gabriela besaba a Jorge Pérez o lo abrazaba. O cuando Martínez la encontraba en la fila del casino esperando la colación y le decía al oído: “como tenís al Hombre 10, ah”, ella simplemente contestaba: “como a todos ustedes les gustaría estar nomás”. De ese modo directo y preciso Gabriela sorteaba uno a uno los accidentes del pasado. Los daños colaterales de cualquier faena minera. Y a veces, sólo a veces, pasaban por su mente sus recuerdos furtivos: Rojas en el dique de cola, Ramírez de visita en su pieza después de la cena, Fuenzalida, express en el baño, González en el camión, Escudero en su pieza, Castillo en un motel de Calama, Fonseca en el baño del pub, Romero en su pieza, y Velozo en un encuentro en Antofagasta. Nunca hubo duda, Jorge Pérez era el “Hombre 10”. Lo tenía todo. Una mujer que lo amaba, un buen trabajo, y la admiración de sus compañeros de turno.
Jorge Pérez no estuvo ajeno a la regla y del mismo modo no tendría porqué comprender esta dinámica cuando sus compañeros de turno lo ridiculizaban por su excesiva vanidad. En efecto, que un hombre sea vanidoso en un mundo de machos como lo es el de la minería, es casi un regalo para que los creativos pueblen sus mentes y memorias –ambas atosigadas por el paso idéntico de la operación en el trabajo diario- con bromas que el resto agradece y estimula, haciéndolas crecer exponencialmente según la rabia que causen en el imputado o las risas que squen en el resto del turno.
Jorge Pérez primero fue Jonnhy Bravo. A él nunca le pareció buena esa comparación. En la serie de tv Jonnhy Bravo jamás consigue una mina, a Jorge Pérez le llovían, aunque ninguna lo saciara. Sin embargo existen algunas similitudes. Tiene 33
años, contextura atlética, 1.80 de altura. Siempre se mira en el espejo y arregla su pelo castaño claro antes de salir a su turno en la minera Radomiro Tomic. A pesar de todo, su actitud –afeminada según la percepción mayoritaria de sus compañeros- se convirtió en plus cuando irrumpió la teoría del metrosexual, justificándolo ante los chistes que le tiraban por intercom durante la faena.
Jorge Pérez tampoco tenía porqué conocer que las escalas para medir son relativas, como casi todo. Y menos aún que esta concepción ganaría una importancia fundamental en el próximo y definitivo sobrenombre que se iba a ganar.
En el turno B hay 19 trabajadores. Dos mujeres -Rocío y Gabriela- y 17 hombres. De las mujeres sólo Rocío está casada. La dudosa certeza de que Rocío esté “ocupada” hizo de Gabriela una privilegiada en un mundo gobernado por la testosterona. La mayoría, casados o no, mosqueaban a Gabriela cuando podían. En la escala de medición de popularidad, y sin competencia, Gabriela estaba en la cima. Donde su capricho ponía el ojo, ahí estaba la bala.
Nadie tiene idea cómo Jorge Pérez pudo fijarse en Gabriela. Ella es baja, no es fea, pero tampoco una lumbrera. Al decir de la mayoría, al comienzo Jorge Pérez le tomó asunto porque sentía que era una chica “simpática”, nada más. Él se enfocaba en su trabajo, en el gimnasio durante las horas libres, o en el carrete y las pololas cuando bajaba a la ciudad. Otros aseguran que justamente esa simpatía integrada en algunas conversaciones vanas y cortas, se transformó en horas de palabreos en los espacios de colación. Después, a la salida del turno o bajando en el bus que los llevaba de regreso a Calama, en animadas discusiones de todo tipo, en referencias personales, en historias de vida. En algún momento la banalidad dio paso a la intimidad. De ahí en adelante la pelota quedó boteando.
La mayoría del turno confiesa que fue Martínez el primero que pronunció la chapa en una fría noche de invierno. “Hombre 10, me copia”. Rojas respondió: “¿Qué…?” “Pérez, contesta, Hombre 10, me copia”, continuó Martínez. Escudero se percató en seguida de la broma y siguió la rueda. “Ya pues Pérez, contesta, Hombre 10, contesta”. Jorge Pérez al escuchar el palabreo sonrió, tal como lo hicieron casi todos en el turno. Asumió que, aunque de todas maneras era una forma burlona de interpretar su dedicación personal, por lo menos era un acierto porque se sabía el más torneado del turno. Las chicas de Sodexho lo piropeaban en el casino cuando iba a colación. Las secretarias de las oficinas administrativas lo atendían mejor que nadie cuando hacía algún trámite dentro de la minera. Sí, Jorge Pérez supuso que el sobrenombre le hacía justicia. Y respondió: “te copio Martínez, qué quieres”.
Desde ese momento Jorge Pérez pasó a ser sin discusión “El Hombre 10” del turno B. Paseaba feliz de la mano con Gabriela. Se sentaban juntos en el casino, veían las noticias en la sala de estar de vez en cuando o jugaban pool en el pub del campamento. Se besaban amorosamente. “Y cómo va Hombre 10”, le decía uno. “Y que cuenta “Hombre 10”, sugería otro. Gabriela siempre sonreía nerviosamente. Parecía que cada vez que pronunciaban el sobrenombre ella apretaba la mano de su amante. Jorge Pérez concluía que ella estaba orgullosa de él. Y en cierto modo era así. Jorge Pérez se convirtió en su refugio, un refugio amado. Ya no era la hembra alfa que elegía a su presa en los desfiladeros de descarga de los camiones. No era el fantasma que ingresaba a los cuartos que elegía para poseer el alma de un macho moribundo. Se había cansado de salir de las piezas de los hombres del turno o de transar un coito express en algún lugar desierto de la minera. Había encontrado su osito de peluche perdido. La perspectiva de verse sumergida para siempre en esa ensoñación la hacía poner todas sus fuerzas en mantener la mirada de Jorge Pérez en su mirada. Y lo hacía bien. Nada se le escapaba. Cuando Rojas intentaba conversar con ellos, pronunciando “Hombre 10” mientras reía mirándola a ella, Gabriela besaba a Jorge Pérez o lo abrazaba. O cuando Martínez la encontraba en la fila del casino esperando la colación y le decía al oído: “como tenís al Hombre 10, ah”, ella simplemente contestaba: “como a todos ustedes les gustaría estar nomás”. De ese modo directo y preciso Gabriela sorteaba uno a uno los accidentes del pasado. Los daños colaterales de cualquier faena minera. Y a veces, sólo a veces, pasaban por su mente sus recuerdos furtivos: Rojas en el dique de cola, Ramírez de visita en su pieza después de la cena, Fuenzalida, express en el baño, González en el camión, Escudero en su pieza, Castillo en un motel de Calama, Fonseca en el baño del pub, Romero en su pieza, y Velozo en un encuentro en Antofagasta. Nunca hubo duda, Jorge Pérez era el “Hombre 10”. Lo tenía todo. Una mujer que lo amaba, un buen trabajo, y la admiración de sus compañeros de turno.
1 comentario:
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