Hasta la década del sesenta del siglo pasado recorrieron
el litoral; usaban alpargatas reforzadas con redes y
un cambucho –hecho de un canasto “paltero”-
que cargaban en sus morenas espaldas.
el litoral; usaban alpargatas reforzadas con redes y
un cambucho –hecho de un canasto “paltero”-
que cargaban en sus morenas espaldas.
Los “changos” nos dejaron su rica herencia. Una estirpe de bravos, capaces de vivir en la ribera del más árido de los desiertos del planeta. Aquí habitaron. Estos fueron sus dominios, que recorrieron de norte a sur –nómades de litoral- en busca de los bancos de mariscos y peces que constituían su dieta. Ocasionalmente –mediante el trueque- lograban conseguir granos, pieles y tejidos, obtenidos del intercambio con los habitantes de la pre cordillera, que se llevaban pescados salados y mariscos secos.
Se les recuerda tripulando aquellas precarias embarcaciones hechas de cueros de lobos, inflados sin más presión que la proveniente de sus pulmones. Con remos muy elementales, pero dominando oleajes, corrientes y vientos con una habilidad pasmosa.
Sus últimos reductos estuvieron cerca de las aguadas costeras. Caleta Loa, en la desembocadura del río homónimo. Cobija, que contaba con dos o tres aguadas muy generosas. Los de la península, que aprovecharon el flujo bendito que bajaba desde las nubes de Morro Moreno, hecho una tenue escorrentía en “La Aguada”, (que proveyó a Juan López y a José Santos Ossa). Los del sector “La Chimba”, que tenían en la quebrada abundante agua y leña. Leña y agua que también la había en la quebrada de “Carrizos”. Los de Izcuña, del Panul, de Las Cañas y de Paposo, tal vez el reducto más importante de esta estirpe de gigantes.
Los últimos de estos bravos sobrevivieron a su manera y llegaron hasta la década del sesenta –en el siglo pasado- sumergidos en la vorágine de una civilización que
terminaría por avasallarlos. Ya no eran los mismos, claro. Pero hicieron de su vida un eterno peregrinar por las costas, cogiendo, capturando o recolectando todo aquello que les ayudaría a prodigarse su sustento. Heredaron de sus abuelos el coraje, la sapiencia y esos afanes de libertad que solo se viven al encarar la inmensidad de nuestro mar sin horizontes.
Morenos, silentes. Pacientes y solidarios. Sufridos y temerarios.
Los hubo algunos que fueron ejemplos de coraje, de bravura, de valentía y habilidades. (Y que “Guinnes” nunca conoció…) Como el caso de José “El chungunguero”, mejillonino que tenía un par de perros para cazar estas nutrias de mar. Partía caminando desde Mejillones y llegaba hasta el faro de “Punta de Tetas”, frente a Antofagasta, desde donde regresaba –caminando, siempre caminando, acompañado de sus perros- hasta su morada en el vecino puerto. Un ejemplo de coraje.
“El capacho fue al apir, como el cambucho lo fue al chango”…-se aseveraba. Hubo algunos que –demostrando una enorme habilidad- remojaban esos canastos, los desarmaban y de dos lograban hacer uno, de mayor tamaño y volumen. Allí cargaban sus escasos víveres y allí traían su preciosa carga de mariscos y pescados.
Diestros en reforzar la planta de sus alpargatas, para proteger sus pies, que les llevaban y traían desde esas impensadas lejanías. Con la ayuda de restos de redes, conformaban una especie de galocha, de gran adherencia en piedras con luche; livianas pero resistentes. Se secaban rápidamente y no se enterraban en la arena, por lo que caminar por la playa no era un asunto fatigoso.
¿Sus herramientas…? Un “chope” para arrancar locos y lapas. Un gancho para capturar pulpos, un tarro con lienza para la pesca eventual. Un rollito de filástica para armar los rellenos de erizo y su inseparable cuchillo, afilado constantemente contra la dureza de las mismas rocas. Pan, cebollas, té y agua eran su ración diaria.
No necesitaban más para encarar parajes inhóspitos, farellones inaccesibles, caletones recónditos, islotes, puntas o ensenadas.
Al igual que el “chango” López, la historia no guardó sus nombres. Solo su apodo y su apellido, como una señal de esa modestia que les permitió esquivar la historia oficial. Vivieron su senectud atesorando recuerdos, experiencias y saberes. Pasaron casi sin dejar huellas. Solo el recuerdo de su silueta morena, su tranco silente y sus grandes penurias entre arenales, riscos y pedregales.
Con especial reverencia y respeto, recuerdo algunos: “El negro Guácara”, “El hocicón Juan”, “Búscate la vida”, “El Chango Carlos”, “El curco Beto”, “Zambrita” (recordado por su frase: “Zambrita tiene sed”); “El guatón Picota”, El Boliviano Rojas”, “El huaso Sanhueza”, “El Come perros”, “El ciego Antofagasta”, “Papelillo, el ciego”, “El rubio Abeja”, “El siete machos” (que tenía un ruco en el Km 92), “El Cojo Machote”, “El guata´e jibia”, el ariqueño “Lanchispa”, que residió en Michilla y –por último- el “Chimenea”, el rey del pulpo, hábil cazador sin más herramientas que un alambre y un cangrejo. Vivió sus últimos días en calle Latorre, entre Porras y Chuquisaca. Muchas de las lecciones que nos dio en la infancia, nos sirvieron para hacernos diestros en la captura de pulpos usando su misma estrategia.
Comprendían las mareas, la luna les hablaba de los buenos tiempos. Se tuteaban con las bajerías y arenales. Conocían cada recoveco del litoral y pernoctaban donde los hallara la noche. Eternos caminantes, hábiles sus manos para trenzar, urdir y corchar. Clara la vista para detectar los bancos de mariscos o los “pozones” donde esperaban los lenguados. O el lugar de playa adecuado para extraer pulguillas… Con una lazada en el dedo gordo del pie, armaban un relleno de erizos en 30 segundos. Ora desconchaban una docena de locos por minuto. Increíblemente hábiles con sus manos, en las que en más de un caso raleaban los dedos o faltaban algunas falanges.
Casi sin quererlo, he seguido sus huellas. Aplicando sus enseñanzas. Recorriendo el litoral nortino de punta a cabo. Ellos lo hicieron en un sufrido deambular, llevados por sus propios medios, caminando sin temores. Hoy, lo hacemos sentados en un vehículo “todo-terreno”, que supera pedregales y arenales por igual. Llevamos un “cooler” con bebidas, sacos de dormir y otras comodidades. Comodidades que hacen la diferencia entre aquellos hombres con talla de gigantes y nuestra pequeña dimensión de humanos del Siglo XXI.
¡Qué diferencia más abismante…!
Se les recuerda tripulando aquellas precarias embarcaciones hechas de cueros de lobos, inflados sin más presión que la proveniente de sus pulmones. Con remos muy elementales, pero dominando oleajes, corrientes y vientos con una habilidad pasmosa.
Sus últimos reductos estuvieron cerca de las aguadas costeras. Caleta Loa, en la desembocadura del río homónimo. Cobija, que contaba con dos o tres aguadas muy generosas. Los de la península, que aprovecharon el flujo bendito que bajaba desde las nubes de Morro Moreno, hecho una tenue escorrentía en “La Aguada”, (que proveyó a Juan López y a José Santos Ossa). Los del sector “La Chimba”, que tenían en la quebrada abundante agua y leña. Leña y agua que también la había en la quebrada de “Carrizos”. Los de Izcuña, del Panul, de Las Cañas y de Paposo, tal vez el reducto más importante de esta estirpe de gigantes.
Los últimos de estos bravos sobrevivieron a su manera y llegaron hasta la década del sesenta –en el siglo pasado- sumergidos en la vorágine de una civilización que
terminaría por avasallarlos. Ya no eran los mismos, claro. Pero hicieron de su vida un eterno peregrinar por las costas, cogiendo, capturando o recolectando todo aquello que les ayudaría a prodigarse su sustento. Heredaron de sus abuelos el coraje, la sapiencia y esos afanes de libertad que solo se viven al encarar la inmensidad de nuestro mar sin horizontes.
Morenos, silentes. Pacientes y solidarios. Sufridos y temerarios.
Los hubo algunos que fueron ejemplos de coraje, de bravura, de valentía y habilidades. (Y que “Guinnes” nunca conoció…) Como el caso de José “El chungunguero”, mejillonino que tenía un par de perros para cazar estas nutrias de mar. Partía caminando desde Mejillones y llegaba hasta el faro de “Punta de Tetas”, frente a Antofagasta, desde donde regresaba –caminando, siempre caminando, acompañado de sus perros- hasta su morada en el vecino puerto. Un ejemplo de coraje.
“El capacho fue al apir, como el cambucho lo fue al chango”…-se aseveraba. Hubo algunos que –demostrando una enorme habilidad- remojaban esos canastos, los desarmaban y de dos lograban hacer uno, de mayor tamaño y volumen. Allí cargaban sus escasos víveres y allí traían su preciosa carga de mariscos y pescados.
Diestros en reforzar la planta de sus alpargatas, para proteger sus pies, que les llevaban y traían desde esas impensadas lejanías. Con la ayuda de restos de redes, conformaban una especie de galocha, de gran adherencia en piedras con luche; livianas pero resistentes. Se secaban rápidamente y no se enterraban en la arena, por lo que caminar por la playa no era un asunto fatigoso.
¿Sus herramientas…? Un “chope” para arrancar locos y lapas. Un gancho para capturar pulpos, un tarro con lienza para la pesca eventual. Un rollito de filástica para armar los rellenos de erizo y su inseparable cuchillo, afilado constantemente contra la dureza de las mismas rocas. Pan, cebollas, té y agua eran su ración diaria.
No necesitaban más para encarar parajes inhóspitos, farellones inaccesibles, caletones recónditos, islotes, puntas o ensenadas.
Al igual que el “chango” López, la historia no guardó sus nombres. Solo su apodo y su apellido, como una señal de esa modestia que les permitió esquivar la historia oficial. Vivieron su senectud atesorando recuerdos, experiencias y saberes. Pasaron casi sin dejar huellas. Solo el recuerdo de su silueta morena, su tranco silente y sus grandes penurias entre arenales, riscos y pedregales.
Con especial reverencia y respeto, recuerdo algunos: “El negro Guácara”, “El hocicón Juan”, “Búscate la vida”, “El Chango Carlos”, “El curco Beto”, “Zambrita” (recordado por su frase: “Zambrita tiene sed”); “El guatón Picota”, El Boliviano Rojas”, “El huaso Sanhueza”, “El Come perros”, “El ciego Antofagasta”, “Papelillo, el ciego”, “El rubio Abeja”, “El siete machos” (que tenía un ruco en el Km 92), “El Cojo Machote”, “El guata´e jibia”, el ariqueño “Lanchispa”, que residió en Michilla y –por último- el “Chimenea”, el rey del pulpo, hábil cazador sin más herramientas que un alambre y un cangrejo. Vivió sus últimos días en calle Latorre, entre Porras y Chuquisaca. Muchas de las lecciones que nos dio en la infancia, nos sirvieron para hacernos diestros en la captura de pulpos usando su misma estrategia.
Comprendían las mareas, la luna les hablaba de los buenos tiempos. Se tuteaban con las bajerías y arenales. Conocían cada recoveco del litoral y pernoctaban donde los hallara la noche. Eternos caminantes, hábiles sus manos para trenzar, urdir y corchar. Clara la vista para detectar los bancos de mariscos o los “pozones” donde esperaban los lenguados. O el lugar de playa adecuado para extraer pulguillas… Con una lazada en el dedo gordo del pie, armaban un relleno de erizos en 30 segundos. Ora desconchaban una docena de locos por minuto. Increíblemente hábiles con sus manos, en las que en más de un caso raleaban los dedos o faltaban algunas falanges.
Casi sin quererlo, he seguido sus huellas. Aplicando sus enseñanzas. Recorriendo el litoral nortino de punta a cabo. Ellos lo hicieron en un sufrido deambular, llevados por sus propios medios, caminando sin temores. Hoy, lo hacemos sentados en un vehículo “todo-terreno”, que supera pedregales y arenales por igual. Llevamos un “cooler” con bebidas, sacos de dormir y otras comodidades. Comodidades que hacen la diferencia entre aquellos hombres con talla de gigantes y nuestra pequeña dimensión de humanos del Siglo XXI.
¡Qué diferencia más abismante…!
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