Por Jaime N. Alvarado García.
Desde su nacimiento, en los puquios de El Carcanal, muy al noroeste del volcán Miño, el Loa grandioso comienza un extenso recorrido, que lo convierte en el curso de agua más largo del territorio chileno: Aclaro: no es el más grande, pero sí el más extenso. Y a unos pocos kilómetros de sus orígenes es contenido por la primera obra que retiene sus aguas; La bocatoma de Lequena, donde se capta parte del líquido que bebemos en la Región.
Aguas abajo aparece la mayor obra de todo tu trayecto: el embalse “Conchi”, un muro majestuoso que regula sus crecidas y permite administrar el recurso para el riego. Capaz de almacenar 22 millones de metros cúbicos, es la de mayor envergadura en el curso del Loa, que unos kilómetros más al sur vuelve a ver sus aguas represadas: Ahora es la bocatoma de Quinchamale, hermoso lugar donde puede hallarse –además- una gran cantidad de piedra pómez.
Luego de recibir el cauce del río Salado, las aguas del Loa son salobres, pero
no por eso menos útiles. Pequeños muros en los sectores “Topater” y “La Terraza” crean remansos aptos para el baño. Más abajo, se aprovechan sus aguas para generar energía eléctrica, en la pequeña central de “Chunchurri” en el área de Ojo Opache. En Chacance -ya en la pampa salitrera- el Loa recibe otro tributario: el río Salvador. Nuevos muros forman remansos para un balneario frecuentado por “eleninos”.
Cuando el cauce del Loa toma rumbo al norte, aparecen dos obras colosales: el tranque “Santa Fé” y el “Sloman”, que simbolizan las dimensiones del pasado salitrero, los requerimientos de energía y agua y las inversiones para concretar obras de tal envergadura. Vestigios que testimonian el ingenio y el nivel de desarrollo que alcanzaron la ingeniería y la construcción en el siglo pasado. Obras perennes, pese a la destrucción permanente a que las somete el hombre y a la desidia por cautelar su actual estado de conservación, que limita en lo deplorable.
Ya en Quillagua, con un caudal exiguo –casi reducido a la nada- el Loa acomete su último tramo buscando el mar donde vaciar sus aguas. Comienza a escribirse el epílogo de un cauce que es toda una epopeya. Que nace en las alturas del macizo andino y viene a morir a la vera del más árido de los desiertos del mundo… Pero que –pese a todo- fue y es sinónimo de vida para los pueblos ribereños de la Región.
Foto: Cuadro de Ricardo Araya Assler
Desde su nacimiento, en los puquios de El Carcanal, muy al noroeste del volcán Miño, el Loa grandioso comienza un extenso recorrido, que lo convierte en el curso de agua más largo del territorio chileno: Aclaro: no es el más grande, pero sí el más extenso. Y a unos pocos kilómetros de sus orígenes es contenido por la primera obra que retiene sus aguas; La bocatoma de Lequena, donde se capta parte del líquido que bebemos en la Región.
Aguas abajo aparece la mayor obra de todo tu trayecto: el embalse “Conchi”, un muro majestuoso que regula sus crecidas y permite administrar el recurso para el riego. Capaz de almacenar 22 millones de metros cúbicos, es la de mayor envergadura en el curso del Loa, que unos kilómetros más al sur vuelve a ver sus aguas represadas: Ahora es la bocatoma de Quinchamale, hermoso lugar donde puede hallarse –además- una gran cantidad de piedra pómez.
Luego de recibir el cauce del río Salado, las aguas del Loa son salobres, pero
no por eso menos útiles. Pequeños muros en los sectores “Topater” y “La Terraza” crean remansos aptos para el baño. Más abajo, se aprovechan sus aguas para generar energía eléctrica, en la pequeña central de “Chunchurri” en el área de Ojo Opache. En Chacance -ya en la pampa salitrera- el Loa recibe otro tributario: el río Salvador. Nuevos muros forman remansos para un balneario frecuentado por “eleninos”.
Cuando el cauce del Loa toma rumbo al norte, aparecen dos obras colosales: el tranque “Santa Fé” y el “Sloman”, que simbolizan las dimensiones del pasado salitrero, los requerimientos de energía y agua y las inversiones para concretar obras de tal envergadura. Vestigios que testimonian el ingenio y el nivel de desarrollo que alcanzaron la ingeniería y la construcción en el siglo pasado. Obras perennes, pese a la destrucción permanente a que las somete el hombre y a la desidia por cautelar su actual estado de conservación, que limita en lo deplorable.
Ya en Quillagua, con un caudal exiguo –casi reducido a la nada- el Loa acomete su último tramo buscando el mar donde vaciar sus aguas. Comienza a escribirse el epílogo de un cauce que es toda una epopeya. Que nace en las alturas del macizo andino y viene a morir a la vera del más árido de los desiertos del mundo… Pero que –pese a todo- fue y es sinónimo de vida para los pueblos ribereños de la Región.
Foto: Cuadro de Ricardo Araya Assler
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