24 de septiembre de 2010

"Primer Silabario" por Jaime Alvarado García

Dos casas cobijaron mis primeros años de vida. La de mi madre, en Latorre. La de mi padre, en Porras. En ambas –conectadas por los patios- me sentí a mis anchas. Mas, la partida de mi madre me llevó definitivamente al modesto hogar de mis abuelos paternos, en aquella corta calle cerca de la estación del Ferrocarril.
     Pero ambas viviendas fueron una colmena de letras. No podía ser de otra manera. Sus paredes de madera estaban empapeladas con diarios, que se compraban “al kilo”. Los carniceros de la época los adquirían para empaquetar carnes y menudencias. En casa, los necesitábamos para tapar las rendijas y protegernos del frío que se colaba entre las tablas. En las panaderías se compraba la “harina de barrido”, (esa que caía al suelo), ingrediente fundamental para elaborar el “engrudo”. En el trabajo de instalar aquel
“decomural” participábamos todos con entusiasmo, desde el abuelo a los nietos.
     Terminada la faena, venía la inocente jugarreta que nos facilitaría el camino de la lectura.. ¿Dónde dice Neuro Fosfato Eskay?... ¿Dónde dice Tónico Bayer?... ¿Dónde dice Creogenina…?. Obligados por la sed de triunfo en ese juego, aprendimos a reconocer las letras a los cinco años: a ligarlas, comprenderlas y quererlas. Juego que nos haría fácil el encuentro con el silabario “El Ojo”. Había que jugar, antes que el abuelo decidiera pintar con “Muresca”. Y soportar el desagradable aroma de la colapez y la pintura “al agua”. Nauseabundos olores que se aceptaban “en bien del progreso”. Y se disimulaban colgando ramitos de albahaca aquí y allá.
     Las paredes de mi casa vieja fueron mi silabario. Las grietas grandes se tapaban con gruesas hojas de la revista “En Guardia”, donde los yankees mostraban sus proezas de la Segunda Guerra. El “noticiero” estaba pegado a la pared por varios meses, a diferencia de los actuales, que están solo instantes en una pantalla de plasma.
     En un rincón del comedor, hallé la palabra “Rhakotis”, nombre del barco alemán del que mi padre tanto me habló, en relatos regalados a la luz de una vela, mientras comíamos “harina de arvejón”, con “ají color”. Ya joven, “borroneé” los primeros esbozos de ese episodio. Y fui hilvanando relatos de otros actores de la misma historia. Ese “Rhakotis” volverá a zarpar pronto, en singladura literaria que nació en un mar de letras.   
    De un mar de letras pegadas a la pared.

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