Fotos: Sebatián Rojas
A mediodía, La Negra, a 20 kilómetros al sur de Antofagasta, puede parecer el peor lugar del mundo. A los rayos del sol que aplastan, se suman al desordenado ir y venir de camiones, buses y autos por tortuosas vías por efecto de las reparaciones al asfalto. El agreste paisaje lo corona el estómago de metal de la cementera que expele gruesas motas de un humo blanquizco, por su orificio mayor, que se mete por la nariz hasta punzar y transformarse en tos. La polución es la frazada que lo envuelve todo; el problema de este desagradable compendio, algo similar a habitar dentro d e un sobaco, es que por un flanco se
emplaza una pequeña villa.
emplaza una pequeña villa.
Puede decirse que los habitantes de esa villa, son los hombres grises. La denominación puede molestar a los señores, sin embargo hace referencia del contacto que tiene estos con ese polvillo carajo que pone áspera la respiración. No es una alusión sobre la higiene; aclaro.
Lo que puede denominarse como una villa o campamento, se extiende por algo así como un kilómetro y medio, a ratos por detrás de una estación de servicios para continuar desparramándose en descampado. Pequeñas viviendas de material ligero surgen detrás de los acoplados de camiones. Algunas de estas viviendas están destinadas a negocios de vulcanización y de venta de comida rápida; el resto son casas donde habitan adultos, niños y ancianos; la mayoría de las veces junto a perros. Los ratones son los invitados de piedra.
La reacción de los señores es hostil. Hace poco el diario El Mercurio de Antofagasta los catalogó como el patio trasero de Antofagasta; el calificativo no gustó por un asunto de orgullo y en consecuencia, una mujer con el ceño fruncido me indica que la única persona destinada para hablar con algún periodista es el señor Osvaldo, quien es presidente del comité del campamento.
El Lada blanco
Caminamos sobre la tierra, seguidos de cerca por unos perros. Son varios pasos hasta la casa del señor. Nos detenemos al lado de un fantasmal automóvil Lada empastelado por el polvo; luego comprobamos que hay pasarle una espátula al auto para alcanzar los vidrios. Llegamos a la casa del señor que mantiene polvo adherido a las ventanas. Golpeamos dos veces y al tercer golpeteo, aparece Osvaldo Avila, el hombre elegido para contar los dramas del sector. Un saludo algo frio del señor; me recuerda el reportaje.
-¿Señor, el aire de acá es irrespirable?
Osvaldo me mira de arriba hacia abajo; se restriega los ojos y luego dice que el polvillo, ese que mantiene siempre impregnado, le afecta los ojos. Sus ojos están enrojecidos, lagrimosos.
Me invita a caminar sobre la arena blanca. El andar se pone espeso.
Le pregunto a Avila si alguien se murió de tonto respirar esa cosa maldita. Me dice que hasta ahora, nadie. Le creo. Hace poco, dice, falleció una persona por otros problemas.
Luego, mientras le fotografiamos sus ojos, nos dice que aquí la mayoría tiene problemas a la vista; que en el fondo ese es el efecto tangible que provoca la polución. El resto son enfermedades a largo plazo que por ahora, no interesan demasiado.
38 familias
En el campamento conviven 38 familias; algo así como 90 personas. Son 38 casas blanquecinas esparcidas por el desierto que no cuentan con alcantarillado ni electricidad. La municipalidad abastece de agua durante la semana. El problema que hay alrededor de 20 niños; al parecer la mayoría va al colegio y en consecuencia deben viajar algo así como media hora en bus hacia Antofagasta.
A las señoras no les gusta hablar de las responsabilidades con sus hijos. Hay un niño que se molesta de nuestra presencia. La madre aparece y nos insulta.
El señor, que vive solo, hace un recuento de su vida en ese lugar, y dice que lleva más de 15 años; tiempo suficiente para conocer toda la historia frente al molino de Inacesa, sin embargo lo que quiere hablar el señor es de la posibilidad que va creciendo de ubicar a la gente en una población de Antofagasta, a través de subsidios. Avila dice que hay conversaciones avanzadas. El hombre es algo así como el capitán que quiere dejar a su gente en buen puerto.
La mayoría quiere dejar La Negra, a pesar de que los pequeños negocios que se formen ahí sean convenientes; o sea se puede sobrevivir en base a una economía precaria. Difícil que las vulcanizadores se muden a Antofagasta. Ahora, dice Avila, han llegado muchos comerciantes ambulantes que se ubican a los costados de la carretera. Estos señores venden sándwich y café, especialmente a quienes suben y baja desde las mineras. El negocio parece bueno; prolifera.
Por lo menos ese comercio informal, deja claro que a pesar de una potencial salida de las 38 familias, el caserío continuará multiplicándose con otros rostros blanquecinos.
El molino de Inacesa deja de funcionar todos los días a las 19 horas. El viento nocturno, por lo menos, hurta algo de la harina. Sin embargo la máquina vuelve a operar a eso de las 8 de la mañana; así pasan los días en La Negra; una negra que en realidad es blanca.
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