2 de agosto de 2012

UNA MONEDITA POR FAVOR…

Por Jorge Ochoa Bugueño

Del por qué hay gente que pide dinero en la calle…                 


Los hay en todas las ciudades, en todos los sectores sociales y quizá hasta en cada calle, pero generalmente no los vemos, mucho menos les hablamos, y la verdad es que su voz quebrada y sumisa nos molesta tanto que a veces ni siquiera les escuchamos. Para qué hablar de darles una moneda.
Y es que la gente que pide dinero en la calle se ha vuelto parte de la realidad nacional hace varios años, pero de ahí a que los chilenos los acepten con todas sus virtudes y defectos, hay un trecho bien largo.
Si bien es cierto que en ocasiones quienes piden limosna lo hacen sólo por mero gusto o costumbre, también lo es el hecho de que muchos de ellos sí tienen necesidades reales que no alcanzan a satisfacer con los escasos recursos que reciben. Algunos son gente mayor que simplemente no puede trabajar y no tiene de otra que confiar en la benevolencia de sus vecinos. Éstos a veces olvidan lo que es padecer necesidad.
Sólo en el paseo peatonal más importante de Antofagasta hay unas veinte personas que, sagradamente, dedican el día entero a pedir dinero a la gente que transita, va al trabajo o anda comprando. Algunos entregan a cambio un parche curita, un pañuelo desechable o un paquete de pastillas de menta. Otros prefieren pedir a cambio de una canción. Incluso hay varios equipos de audio sonando permanentemente en el paseo.
Pero hay quienes no tienen qué ofrecer a cambio y sólo pueden conformarse con agitar una tacita con monedas esperando causar alguna impresión entre los transeúntes. La mayoría mira de reojo, algunos con desprecio, pasando de largo o apurando el paso.
Juan Marín, por ejemplo, es un hombre de sesenta y cinco años, oriundo de Valparaíso que vive hace quince en la ciudad, aunque la conocía desde 1975. Dice que se quedó por el clima, acá nunca llueve. De su familia no tiene idea. No saben si está vivo y él tampoco tiene noticias de ellos, pero no le importa, acá tiene buenas amistades y nunca le falta nada. Tras sus ojos idos y su piel curtida por el sol se esconde un hombre simpático y bonachón. Antaño fue maestro de cocina. Trabajó en el casino de La Portada, antes que sus concesionarios murieran y el negocio cerrara. Ahora, lamentablemente, sus
piernas están cansadas y sólo puede caminar apoyándose en sus bastones. Sin embargo eso no le impide llegar todos los días hasta las puertas de la farmacia Cruz Verde para levantar su taza con monedas esperando que la ayuda caiga del cielo. Dice que se demora como media hora en recorrer las siete cuadras que lo separan de su casa. Pero le gusta caminar, es algo que lo mantiene activo.
Juan Marín recibe una pensión de jubilación de sesenta mil pesos. Antes era de cuarenta y ocho, y en un principio la ayuda sólo ascendía a treinta y dos mil. Dice que con la mitad paga la pieza que alquila. Por lo menos ya no duerme en la calle, como hasta hace unos años. Con la otra mitad tiene que comer, pero no le alcanza. Entonces tiene que salir a la calle. Aunque también hay quienes le llevan comida o víveres. Confirma el dicho de que los amigos valen más que el dinero. En el consultorio también lo alivian un poco: le dan los medicamentos para tratar su hipertensión.
Como su presencia se ha hecho notar por varios años en el mismo lugar, dice que la gente ya lo conoce, algunos saben de su condición y eso evita que lo corran. “Si uno es respetuoso cae bien en todas partes. No soy atrevido y acá no molesto a nadie”, dice a su favor. Por lo menos, porque hay muchos locales comerciales que prefieren prescindir de la presencia de mendigos en las fachadas de sus tiendas. “Algunos creen que la plata es para tomar, pero yo lo dejé hace seis años”, confirma don Juan.
También le hace honor a su nombre, y confiesa que el ser simpático y respetuoso le ayuda con las mujeres, que tiene muchas amigas y eso a todo hombre le gusta.

Sin embargo no sólo hay hombres pidiendo una ayuda solidaria en la calle. Raquel Suárez Díaz tiene setenta y cinco años, y desde hace un mes que llega por las mañanas hasta el McDonald’s de Prat con Matta a pedirle a la gente que pasa. Sufre de artrosis crónica a las rodillas por lo que, al igual que don Juan, sólo puede caminar apoyada en sus bastones. Vive en la Villa Las Parinas, a unos doce kilómetros del centro de la ciudad. Su viaje demora cerca de una hora y cuando no le va bien todo lo recolectado se le va en el pasaje de la locomoción.
La señora Raquel es viuda hace un año y asegura que la pensión de noventa mil pesos que recibe no le alcanza. Mes a mes debe devolver parte del préstamo con que su marido se atendió en el hospital durante sus últimos días con vida. Finalmente un cáncer al esófago, uno al estómago y uno al páncreas terminaron drásticamente con su existencia, como explica ella, “el pobre se reventó en sangre”.
Pero Raquel Suárez ni tiempo tuvo para llorar su duelo. Los trámites y gastos del funeral aún la afligen, y además varios parientes de su difunto esposo intentaron quitarle su hogar en Las Parinas, arguyendo que no estaban casados. Menos mal que la justicia falló a su favor, sino la pobre estaría viviendo en cualquier parte.
Lo único que lamenta es que el nicho de su marido se lo hayan dejado tan arriba, casi en la avenida Circunvalación, para colmo, en el último piso. Ni flores puede subir a dejarle por temor a caerse o a que sus rodillas empeoren.
Pero a través de sus inocentes ojos pardos todavía es capaz de contagiar alegría. Por lo menos, dice, hay gente que la considera y ayuda como puede. Sus vecinas le confeccionan, una vez al mes, una cajita familiar con alimentos básicos, para que nunca le falte nada. En el paseo Prat ha visto de todo, dice, hasta de una pelea tuvo que arrancar para que un manotón perdido no la encontrase.
“Aquí vienen gordas, flacas, algunas hacen el ridículo con la ropa que se ponen”, señala riendo.
También asegura que el hombre de camisa a cuadros, media calle más abajo, le confesó un día no tener necesidad de pedir dinero en la calle, por tener una casa y trabajo. También evidenció que en las afueras del Lider se paran jóvenes de dieciséis o dieciocho años a pedir limosnas, “siendo que ellos no necesitan como una”.
Lo pone de ejemplo para defenderse de quienes, como una señora bien pintarrajeada le dijo un día, creen que las personas que piden dinero en la calle denigran a la gente y poco menos que ensucian la ciudad. La señora Raquel llora ante tanta incomprensión e insensibilidad y las reprocha: “peor sería si robara, esa gente denigra, yo no denigro a nadie.”
Su consuelo está en sus dos pequeñas, Titi, de diez años, y Mimi, su hija de cinco. Son sus poodles, sus regalonas, con quienes se acompaña y recuerda a su marido, a quien tanto amó.
Cómo sería todo distinto si la ciudadanía se preocupara un poco en brindarles a estas personas una vejez más digna, en darles los espacios para desarrollarse como personas y dejar de pensar que sólo están esperando que les llegue su hora. Después de todo, todos moriremos algún día. Lo que hace la diferencia es el cómo lo haremos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La realidad de Antofagasta y otras ciudades. Mientras existan pobres no se puede hablar de desarrollados.


Mario Acuña Huncumil