Por Jaime N. Alvarado García
Imposible olvidar ese grito, dado con sorpresa, en medio de un grupo de cabros chicos que jugábamos a la troya… O que canjeábamos cajetillas de cigarrillos. Era la orden para la debacle, el robo, el asalto o lo que fuera, con el fin de apoderarse de las bolitas que estaban en el suelo y que eran disputadas por los jugadores. Mientras unos cogían las pequeñas esferas de barro o de vidrio, otros se dedicaban a aprovechar la postura de los que gateaban, dándoles verdaderos patadones en las nalgas. Entre risas, quejidos, ayes y uno que otro improperio, cada cual hacía el recuento del festín provocado por esa palabreja.
Muchas veces, el marullo derivaba en un combate a puñetes “hasta que salía chocolate”. Allí terminaba el asunto y en un par de minutos, todos amigos. Pero amigos de verdad.
¿A qué viene todo este preámbulo?
Hace unos días un colega hurgó y hurgó en bibliotecas de universidades locales, donde además de ser tramitado odiosamente –incluso con la obligación de pagar una entrada para ingresar- no pudo hallar los